La explosión de la bomba atómica (junto quizá con el holocausto) posiblemente sea el acontecimiento más importante de la segunda guerra mundial y, por extensión, de todo el siglo XX. Desde un punto de vista filosófico, de crítica cultural y política, supuso el replanteamiento de las bases y principios sobre los que la sociedad occidental había erigido todo su entramado moral y cultural. En este sentido, se habla de la crisis de la modernidad y del fracaso del proyecto ilustrado. Esa idea generativa, asumida por todos, de que la ciencia contribuiría a un supuesto progreso de la humanidad fue puesta en cuestión. Hiroshima y Nagasaki hicieron ver al mundo que la ciencia es mucho más que una acumulación de factores epistémicos; el conocimiento como objetivo último de la ciencia se puso en tela de juicio.
La cuestión no era que la ciencia conllevara conocimiento, sino más bien qué factores no-epistémicos conllevaba también la ciencia. La tecnología, en todas sus aplicaciones y usos, fue puesta en el punto de mira como el principal catalizador de los intereses económicos y bélicos de los estados. La ciencia, en su manifestación tecnológica, no se contempló como un artefacto capaz de perfeccionar a la sociedad, sino más bien como un peligro inherente a ella.
Que esta clase de reflexiones fueran producto de un contexto histórico muy determinado no es un hecho baladí. Hoy en día, si bien la inmensa mayoría de la población se muestra escéptica respecto a las acciones que llevan a cabo los estados del mundo, ese escepticismo tiene tanto en el optimismo como en el pesimismo las dos caras de una misma moneda: la gente ya no sabe a qué atenerse, tanto para lo bueno como para lo malo. Hoy en día el tipo de reflexión acerca del fracaso del proyecto ilustrado tendría sus acotaciones tanto en la sanidad y la educación pública, en el terreno más social, como en la sociedad del conocimiento, desde un plano más económico. Y en general, en los derechos humanos.
La desconfianza ante la autoridad política gestora, en gran parte, de la calidad de nuestras vidas, no obstante, sigue plenamente vigente. Si se puede admitir que la desconfianza exhacerbada tras la segunda guerra mundial era producto de su contexto, también se puede admitir que estaba plenamente justificada en ese mismo contexto (aunque la generalización y extrapolación indiscriminada no lo esté). Y se puede hacer a la luz de documentales como The Atomic Cafe (1982), en el que se nos muestran las argucias propagandísticas del gobierno de los Estados Unidos, durante el periodo de la posguerra y de la incipiente guerra fría, para hacer ver a su población que los peligros de la energía nuclear, en realidad, no son tantos. También se nos muestran los antecedentes de la caza de brujas, las pruebas nucleares de la bomba A y la H y el final de la segunda guerra mundial, aunque esos son otros temas ya.
En ese documental, conformado por vídeos de archivo en su totalidad, se nos muestran mensajes tan dantescos como ridículos: soldados ubicados en zonas absolutamente devastadas por la radiación y cuya única protección son unas sencillas gafas de sol, una piara de cerdos vestidos con el uniforme de los militares y abandonados a su suerte en una zona también devastada con el objetivo de saber si la piel humana también resistiría la radiación existente (la piel humana y la del cerdo tiene la misma consistencia), un tipo al que la sóla idea de las consecuencias de la detonación de una bomba atómica le provoca paranoias y, en general, otras muchas lindezas de las que ahora no me acuerdo.
Mi episodio preferido es el de la tortuga Burt, en el que una simpática tortuga enseña a los niños a que ante el mínimo indicio de resplandor nuclear, lo más correcto es hacer un "práctico y útil" Duck And Cover!
The Atomic Cafe pone de manifiesto que los mecanismos de los estados democráticos pueden ponerse al servicio de la ocultación de la realidad. En ese sentido, es una prueba de que la desconfianza puede llegar a estar justificada. Y aunque en el caso de la tortuga Burt, esa ocultación de información pueda ser lícita en la medida en que los receptores no son más que niños, no es menos cierto que supone uno de los episodios más surrealistas de toda la propaganda nuclear americana de posguerra. O nu-ce-lar en tanto que propaganda.
La cuestión no era que la ciencia conllevara conocimiento, sino más bien qué factores no-epistémicos conllevaba también la ciencia. La tecnología, en todas sus aplicaciones y usos, fue puesta en el punto de mira como el principal catalizador de los intereses económicos y bélicos de los estados. La ciencia, en su manifestación tecnológica, no se contempló como un artefacto capaz de perfeccionar a la sociedad, sino más bien como un peligro inherente a ella.
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Que esta clase de reflexiones fueran producto de un contexto histórico muy determinado no es un hecho baladí. Hoy en día, si bien la inmensa mayoría de la población se muestra escéptica respecto a las acciones que llevan a cabo los estados del mundo, ese escepticismo tiene tanto en el optimismo como en el pesimismo las dos caras de una misma moneda: la gente ya no sabe a qué atenerse, tanto para lo bueno como para lo malo. Hoy en día el tipo de reflexión acerca del fracaso del proyecto ilustrado tendría sus acotaciones tanto en la sanidad y la educación pública, en el terreno más social, como en la sociedad del conocimiento, desde un plano más económico. Y en general, en los derechos humanos.
La desconfianza ante la autoridad política gestora, en gran parte, de la calidad de nuestras vidas, no obstante, sigue plenamente vigente. Si se puede admitir que la desconfianza exhacerbada tras la segunda guerra mundial era producto de su contexto, también se puede admitir que estaba plenamente justificada en ese mismo contexto (aunque la generalización y extrapolación indiscriminada no lo esté). Y se puede hacer a la luz de documentales como The Atomic Cafe (1982), en el que se nos muestran las argucias propagandísticas del gobierno de los Estados Unidos, durante el periodo de la posguerra y de la incipiente guerra fría, para hacer ver a su población que los peligros de la energía nuclear, en realidad, no son tantos. También se nos muestran los antecedentes de la caza de brujas, las pruebas nucleares de la bomba A y la H y el final de la segunda guerra mundial, aunque esos son otros temas ya.
En ese documental, conformado por vídeos de archivo en su totalidad, se nos muestran mensajes tan dantescos como ridículos: soldados ubicados en zonas absolutamente devastadas por la radiación y cuya única protección son unas sencillas gafas de sol, una piara de cerdos vestidos con el uniforme de los militares y abandonados a su suerte en una zona también devastada con el objetivo de saber si la piel humana también resistiría la radiación existente (la piel humana y la del cerdo tiene la misma consistencia), un tipo al que la sóla idea de las consecuencias de la detonación de una bomba atómica le provoca paranoias y, en general, otras muchas lindezas de las que ahora no me acuerdo.
Mi episodio preferido es el de la tortuga Burt, en el que una simpática tortuga enseña a los niños a que ante el mínimo indicio de resplandor nuclear, lo más correcto es hacer un "práctico y útil" Duck And Cover!
The Atomic Cafe pone de manifiesto que los mecanismos de los estados democráticos pueden ponerse al servicio de la ocultación de la realidad. En ese sentido, es una prueba de que la desconfianza puede llegar a estar justificada. Y aunque en el caso de la tortuga Burt, esa ocultación de información pueda ser lícita en la medida en que los receptores no son más que niños, no es menos cierto que supone uno de los episodios más surrealistas de toda la propaganda nuclear americana de posguerra. O nu-ce-lar en tanto que propaganda.
2 comentarios:
Ahora me pasare la tarde entera pensando en la cancioncilla del demonio...
Espero que no te encuentres con alguien a punto de sacar una foto con flash...
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