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miércoles, 23 de abril de 2008

Renglones Grotescos

La habitación estaba a oscuras. Apenas se abrió la puerta sintióse un hedor, mezcla de establo, pocilga y urinario. Isabel Moreno pulsó el conmutador y la pieza se iluminó. En el suelo había un bulto humano y en la pared una percha con ropa. El bulto comenzó a agitarse, sentóse adosado a la pared y abrió una inmensa boca. Alicia emitió un gemido. Aquella mujer carecía de ojos, orejas, pelo y nariz. Su cara, redonda y congestionada, era como una bola desinflada y arrugada. En aquella masa informe sólo se abría el enorme cráter de una boca carente de dientes pero provista de poderosos labios gomosos que temblaban ante la inminencia del alimento presentido. Acercóle la enfermera el biberón a los labios, y éstos presionaron la tetilla de goma, y comenzaron a succionar con avidez. En el centro de la frente, como un dibujo incompleto, como un tatuaje mal hecho, se adivinaba nítido el perfil de un sólo ojo que la naturaleza comenzó a formar en el seno materno y renunció después a concluir su obra. La leyenda mitológica de los gigantes, hijos de la tierra y el cielo, que poseían un solo ojo en el centro de la frente, tenía en esta monstruosa mujer un pálido remedo: una pavorosa caricatura. Era ciega, muda y sorda. Carecía de extremidades. Pero su aparato digestivo y respiratorio eran perfectos y su corazón latía con la regularidad de una muchacha joven y sana. La llamaban "la mujer cíclope". Nadie conocía su nombre, su edad ni su procedencia. Alguien la dejó abandonada de noche dentro de un saco junto a las verjas del hospital.

Alicia se había propuesto no gritar, mas no pudo evitarlo. Rehuyó los ojos de aquel esperpento, para eludir su terrorífica visión, pero lo que entonces vio era aún peor que lo primero. ¡Lo que colgaba de aquella percha que vislumbró en la pared no era ropa! ¡Era un ser humano! Estaba enfundada en una suerte de saco por uno de cuyos extremos emergía la cabeza y por el otro los pies. Era ciega, pues sus ojos abiertos estaban velados por una masa viscosa, como clara de huevo, movía los labios al olor del biberón y por sus pies descalzos se deslizaba, como por los canales que llegan a las alcantarillas, los desechos de su vientre, que eran recogidos por una gran palangana, situada a medio metro bajo sus pies. Carecía de toda posible continencia. Y sus detritos manaban por sus piernas, como una fuente constante, a medida que su organismo los producía y desechaba.

- ¿Qué le ocurre?

- Carece de espina dorsal. Va encorsetada en un chaleco de cuero que lleva a la espalda un gancho para colgarla de la argolla. Nació aquí hace setenta años. Es hija de un sifilítico y una alcohólica, ambos dementes. Si la dejáramos caer se encogería como un acordeón y su cabeza se uniría con sus caderas.

- ¿Le ha ocurrido eso alguna vez?

- Sí: de niña. Hasta que los médicos inventaron para ella esa vestimenta. Al principio la denominaban "la niña acordeón". Ahora, "la mujer percha".

- ¿Está demenciada?

- ¡Afortunadamente!

- ¿Por qué no practican con ella la eutanasia y la dejan morir?

Isabel Moreno no contestó a esto.

- En fin, señora de Almenara, ¿qué prefiere? ¿Dar de comer a la mujer percha o hacerle la limpieza?

Los Renglones Torcidos de Dios
Torcuato Luca de Tena

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