
Esto que viene a continuación será parte de la serie de trabajos que tengo que entregar para Estética Literaria, una de las asignaturas pendientes para Septiembre. El motivo, la novela Sin Destino, de Imre Kertesz, de la cual ya ha hablado bastante y bien el camarada Devin en
alguna ocasión. Si lo publico aquí antes de entregarlo es porque tengo algunas dudas respecto a la idea subyacente que en el trabajo se muestra. Digamos que puede ser arriesgada. Por ello, he decidido que el blog sea el campo de pruebas. Sobra decir que sólo sacaréis algo en claro si ya habéis leido la novela. En caso contrario, sois libres de leerlo, pero probablemente perderéis el tiempo. Para los que me hagáis caso en mi recomendación, agradeceré (por razones obvias) toda matización y/o objeción respecto a alguna o algunas de las ideas expuestas más abajo.
Los peligros de la segregación racial, la responsabilidad ética y el sentimiento de culpa de la nación alemana, la profetizada persecución histórica a la que se ha sometido al “pueblo elegido” o el desarrollo científico en sus formas y modelos más aberrantes son algunos de los muchos y muy variados temas que ha suscitado el holocausto judío. A su vez, las perspectivas implementadas para tratar estas temáticas han estado tradicionalmente viciadas por un pensamiento dicotómico en términos de ganador/perdedor que ha condicionado relatos en los que unos eran los buenos en oposición a otros que eran los malos (cabe decir muy malos). Nunca hay objetividad plena en Historia, pero en el caso del holocausto, menos. Ante este estado de cosas, la pregunta es: ¿Debemos conformarnos con una descripción de lo acontecido lastrada de carga moral subjetiva, en términos similares a los de una peli de vaqueros? La respuesta de Imre Kertesz, en boca de György Köves, es no.
Sin Destino no es solamente una novela que narra en primera persona las vivencias de un joven judío húngaro durante un año en tres campos de concentración distintos, es algo más. Sin Destino pretende reflejar la realidad de esos lugares; la vida contenida y encerrada en ellos. En tanto que reflejo, Sin Destino será una aproximación limitada, sesgada y cercenada. Sin embargo, a diferencia de otros relatos, Sin Destino es autoconsciente de esa dificultad y, en la escasa medida de lo posible, la solventa.
También observé el mismo fallo de siempre: como si todos aquellos acontecimientos, indefinidos y horrorosos, con detalles casi inimaginables que incluso para ellos se hacían totalmente irrecuperables, hubiesen sucedido, no en el transcurso de minutos, horas, días y meses, sino todos juntos, a la vez, como un remolino, un vértigo, como en una fiesta con mucha gente que acaba enloquecida porque todos han perdido la cabeza, y ya no saben que hacer. (P. 55)
En este fragmento, extraído de la conversación entre Fleischmann, Steiner y György al regreso de éste a Budapest, el protagonista de Sin Destino, y en cierto modo, también Kertesz, critican el tratamiento que se hace del asunto desde el supuesto punto de vista de alguien que es ajeno a lo que se vivió allí. La idea es bien sencilla: sin la magnitud del tiempo es imposible comprender el holocausto. O bien: toda descripción de lo acontecido será superflua, pues se sintetizará un periodo de tiempo de experiencias en un conjunto de palabras; se excluirá la vivencia.
¿Es esto lo que quiere contarnos Kertesz en su novela? ¿O deberíamos decir lo que no nos quiere contar? No y sí.
Porque si tuviéramos que hablar de algún mensaje dentro de Sin Destino, ese sería el del vitalismo más allá o más acá de todo prejuicio moral. De la esperanza allí donde a priori no hay más que crueldad y sufrimiento. De la imaginación como último resorte frente a la resignación a un destino prefijado. De la belleza subyacente a la más muerta de las naturalezas. De las distintas clases de libertad. De la dialéctica entre individuo y grupo. De György Köves y qué significa ser judío.
Esto último es especialmente importante. Nuestro protagonista no sabe en ningún momento qué constituye su supuesta identidad, en qué consiste ser judío. Sabe que implica diferencia, pero a su juicio, ésta está en el exterior, concretamente en el icono que porta en el brazo, no en ninguna supuesta interioridad, como así le dice a la hermana de su amiga Annamaria. Pero a fin de cuentas, ser judío, de ser algo, es un símbolo. Por ello: “intenté explicarla que no la odiaban a ella, puesto que no la conocían, sino más bien a la idea de que era judía”. ¿Y qué significa esa idea? Por su tío Lajos conocerá su relación con Dios, la especial relación de los judíos con su justiciero creador. Aprenderá de él el componente religioso de la noción. Pero eso no basta, debe haber algo más que haga tan especial a los judíos. Ese algo más lo descubrirá en los distintos campos de concentración a los que será trasladado. Como cuando en Zeitz encuentra la heterogeneidad de lo hebreo, concretamente en los distintos clanes que pueblan el campo de trabajo. Asimilará que más allá de la idea de lo judío, lo que prevalece es un sentimiento de grupo, por cierto, exluyente, y no precisamente con los no-judíos. Así se verá marginado por los judíos “fineses”, conocedores del yiddish, el idioma, según ellos, identificador de quién es hijo de yavhé y quién es otra cosa. “Tú no eres judío”, le dirán. Verá la hipocresía del sentimiento religioso ejemplificada en el rabino de la fábrica de ladrillos, quien hablará de resignación y aceptación frente a los designios de Dios y, ya en Zeitz, lo verá perecer tras un intento de “evasión verdadera, la literaria” fallido. Pero György Köves también conocerá la amistad. Primero en su camaradería con los muchachos de su edad en la oficina de aduanas. Más tarde, con su paisano Bandi Citrom en su periplo por Zeitz, quien le enseñará valiosas lecciones sobre el modo de vida a seguir en el campo. Finalmente, ya de vuelta en Buchenwald, será tratado de sus infecciones por médicos presos, algunos encarcelados por su condición de judíos, otros no. Con todo esto, a su regreso a Budapest, comprenderá que ser judío no significa nada, absolutamente nada. Verá nítidamente que el hecho de entender el holocausto como un designio irrevocable sólo es comprender las cosas como una feliz ironía. Que, a fin de cuentas, no hay destino. Y si lo hay, no hay libertad. Pero él ha sido libre. Y si lo ha sido, no es porque él se haya sentido parte de la comunidad judía; en todo caso, de la comunidad humana.
Es evidente que Sin Destino encierra en sí un fuerte componente humanista. Sin la libertad, es imposible entender la novela. Sin embargo, lejos de otros humanismos más tradicionales, éste no es moralizante, no pretende prescribir lo bueno y lo malo, no pretende juzgar. Es, en cierto sentido, un humanismo objetivista, entendiendo por esto, en primer lugar, un humanismo desprejuiciado a la hora de hacer juicios de valor. En segundo lugar, un humanismo que se sabe conocedor de las constricciones que el azar opera sobre la vida humana.
Respecto a lo primero, resulta al principio chocante, por su aparente ingenuidad, las valoraciones y pensamientos del protagonista. ¿Cómo demonios puede mantener una actitud como la que mantiene en un contexto como el que vive? Han pasado 60 años desde el Holocausto y aún en Occidente no podemos contemplar lo acontecido con distancia crítica. Nuestros prejuicios nos lo impiden y nuestras valoraciones, en consecuencia, tienden a caer en la demonización sistemática. György Köves, en cambio, no comete ese mismo error. Su ventaja: la clarividencia en la reflexión de la vivencia (cabe decir la “clarivivencia”). Sus juicios de valor acerca de las personas y sus actos no se someten al estigma del yugo que impone los conceptos abstractos. No comete el error de asociar a las personas etiquetas que, en sí mismas, ya dan el trabajo hecho a la reflexión. (No asocia las palabras, por ejemplo, policía, guardia, oficial o nazi a malo, enemigo o culpable de su situación; o judío a hermano o compañero de dificultades.) Por el contrario, es capaz de mantener su mente libre de los prejuicios y explicarse los comportamientos de las personas con las que se irá cruzando en su camino por medio de la contextualización de sus acciones y la comprensión del otro. Por cierto manejo del perspectivismo, cabe decir. Esto resulta interesante en el caso de los nazis (aunque también es aplicable a los judíos): tanto el policía de la aduana, como el oficial de las SS o el médico de Auschwitz, etc., todos y cada uno de los presuntos “malos” de la novela recibirán la comprensión de György, contextualizando sus acciones dentro del marco general en el que se verán inscritas. Dicho brevemente: el cumplimiento de su deber. Y es aquí donde Kertesz, en mi opinión, juega uno de sus ases de espadas: el uso de una finísima ironía. Con ella mostrará lo absurdo de ciertos comportamientos de nazis y judíos, siempre de acuerdo a cada determinada idea de deber, muchas veces, de estos últimos (lo que redunda en la idea que manifiesta el título del libro, expuesta anteriormente). La aparente ingenuidad del personaje construido por Imre Kertesz no tarda en trocar, con el transcurrir de la lectura, en una indiscutible altitud de miras hacia su entorno; la sensación de choque del lector, en fascinación.
Así me di cuenta de que hasta en Auschwitz uno puede aburrirse, en el supuesto de que uno sea uno de los privilegiados que se lo puedan permitir. (P. 123)
Este fragmento hace referencia a la supervivencia en dicho campo de exterminio y, por extensión, en cualquier campo de concentración. La vida en uno de estos lugares acaba agotando las posibilidades que tienen cuerpo y mente para mantenerse en contacto con el exterior. El tiempo parece dejar de existir y los acontecimientos terminan por no importar. Lo extraordinario se transforma en ordinario y la cotidianeidad se impone como norma. Pero para que esto suceda es necesario haber dado el salto de fe de la supervivencia, una supervivencia nunca garantizada pero que a cada segundo que pasa se hace más fuerte. Nunca rematada, como en un constante y agónico devenir infinitesimal cuyo límite es la esperanza. Una esperanza que, alimentada por la libertad del uso de la imaginación como medio para la evasión, permite superar las dificultades de ese continuo que es el día a día, el hora a hora, el minuto a minuto, el segundo a segundo. La imaginación, arrogante y altiva, permitirá al joven húngaro evadirse de sus circunstancias, regresar a Budapest y estar con su familia. También esa misma imaginación, en un sentido quizá más filosófico, le permitirá apreciar la belleza inaudita e inhóspita del lugar que le rodea; la vida a través de la muerte.
Pero de la otra supervivencia, la que depende de que alguien no pronuncie aquello de “… por paro cardiaco”, también se habla en la novela. Y por cierto, no es tan libre como la basada en la imaginación. La poesía será dejada a un lado por el azar, inmisericorde y escribano del destino, emparentado con la circunstancia. El azar hará que se de el caso de que nuestro protagonista conozca los rudimentos básicos del alemán, que escuche a los judíos que gritan “dieciséis” a su bajada del tren a Auschwitz, que recuerde esa palabra en la entrevista con el médico en el examen de aptitud y que la condescendencia de éste último pase por alto que ese pequeño detalle sólo es una feliz mentira. También hará que tras el viaje en tren desde Zeitz a Burchenwald, tras contraer dos infecciones, una en la espalda y otra en la rodilla, no acabe en el horno crematorio del campo sino en un hospital de campaña regido por algunos de los presos. Y, en general, ese mismo azar, como se respira en todo el clima que inunda la novela, condenará a György Köves a ser judío. Podemos elegir muchas cosas, pero no la circunstancia, aunque ésta carezca de sentido.
He comenzado estas líneas hablando del error generalizado a la hora de hablar del holocausto: el pensamiento dicotómico. En oposición a él, he tratado de explicar el, a mi entender, “humanismo objetivista” que encierra Sin Destino. Dicho en pocas palabras, sería una mezcla de: libertad basada en la imaginación, perspectivismo frente al otro y azar en la circunstancia. Que el humanismo objetivista supera al pensamiento dicotómico en el acercamiento a la tragedia, cabe decir suceso (o simple y llanamente Holocausto) creo que es claro por varias razones que han sido expuestas anteriormente. Ahora bien, si con esto creemos que podremos llegar a una comprensión absoluta del fenómeno, y más genralmente, de éste o aquel fenómeno, estamos equivocados. Y ahora voy a hablar con la boca de Imre Kertesz, con lo que yo creo entresacar de su pensamiento a través de la novela, no con el del personaje construido por él.
En Sin Destino, como he señalado en la primera cita, se da la imposibilidad factual del tiempo, de atrapar la magnitud a través de las palabras con que se compone el relato. Y, con ello, se da la imposibilidad de atrapar la vivencia en que está inspirada. Éste, nótese, no es un problema exclusivo de esta novela, sino de todo relato en general. Es un problema del lenguaje, de la gramática en la que se sustenta. Nunca seremos libres hasta que no nos desprendamos de las cadenas de nuestra gramática. O algo así, decía Nietzsche. La vivencia es lo que posibilita la genuina emoción (lo que está en juego), ya sea melancolía, crueldad, humor o tormento. Pero lo cierto es que Sin Destino consigue transmitir todas esas sensaciones y emociones. Esa ficción, y no otra, es la mayor y auténtica ironía del libro.